A propósito de un Libro: "LA CAZA. YO Y LOS CRIMINALES DE GUERRA"

Autora: CARLA DEL PONTE. Con la colaboración de Chuck Sudetic
Título original: “Confrontations with Humanity’s Worst Criminals and the Culture of Impunity”
Barcelona. 2009. Editorial Ariel, S.A.
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Ha sido publicada la versión en español de la obra “LA CAZA. YO Y LOS CRIMINALES DE GUERRA”, que es fundamentalmente una constancia histórica, escrita por la jurista suiza Carla del Ponte. Son sus memorias acerca de la experiencia acumulada por ella durante años como Fiscal Jefe del Tribunal Penal Internacional para Ruanda y del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia.
 
Entre las muchas afirmaciones que con gran valor y con enorme claridad consigna Clara del Ponte, transcribimos las siguientes:
 
“En 1994 me convertí en fiscal general de la Conferencia Helvética, el máximo puesto confederal para un funcionario de justicia. Dediqué una parte considerable de mi atención a combatir los intentos de organizaciones criminales de usar bancos suizos para blanquear dinero. También me embarqué en una campaña para convencer al Parlamento de que modificar las leyes que regían las instituciones financieras e interrumpir el blanqueo de dinero redundaría en beneficio de los intereses de Suiza, e incluso favorecía los de sus bancos, que durante años habían disfrutado de unos beneficios llovidos del cielo.
 
Una nueva ley que entró en vigor el 1 de enero de 1995 convirtió en delito el blanqueo e hizo penalmente responsables de negligencia a los banqueros que no ejercieran sus funciones con la debida diligencia al abrir cuentas, aceptar depósitos o hacer transferencias. Los organismos reguladores de la banca suiza sacaron a continuación toda una batería de normas detalladas que, en lo sustancial, obligaban a los bancos a contratar equipos de abogados y gerentes para protegerse de actividades de blanqueo de dinero. La nueva ley también facultaba al gobierno suizo a proporcionar  información a autoridades de justicia extranjeras en los casos contemplados por acuerdos de cooperación.
 
Nada significan leyes estrictas, empero, si las autoridades competentes no las aplican. Yo estaba a lo que saltara para aplicar las nuevas leyes. El primer caso de gran envergadura que recuerdo surgió en noviembre de 1995, cuando funcionarios de la policía suiza detuvieron a Paulina Castañón, esposa de Raúl Salinas y cuñada por tanto del que fuera presidente de México, Carlos Salinas. En el momento de su detención Castañón trataba de retirar más de 80 millones de dólares de un banco suizo usando pasaporte falso. Mi departamento obtuvo pruebas de que millones de dólares depositados en bancos suizos por Raúl Salinas bajo varios nombres estaban relacionados con el negocio de las drogas, y respondí interviniendo esas cuentas. Los abogados defensores argüían que Salinas estaba gestionando un fondo de inversión para hombres de negocios mexicanos; nosotros sosteníamos que eran ingresos procedentes del tráfico de drogas, y dije a la prensa que si las transacciones de Raúl Salinas se relacionaban con un fondo de inversión entonces sus métodos de gestión eran poco solventes y contrarios a las prácticas habituales. Una decisión del Tribunal Supremo nos obligó a retirar los cargos contra Raúl Salinas y trasladar todos los sumarios a México de modo que se pudieran emprender allí procedimientos contra él. Los tribunales mexicanos acababan de encarcelarlo por corrupción y asesinato de un adversario político.
 
En diciembre de 1995, durante una visita a prisión mexicana con Valentin Rorschacher, jede del Departamento Central Suizo para el Tráfico de Drogas, aproveché la ocasión para interrogarlo. Por descontado, Raúl Salinas negó todos los delitos, pero su descripción de las operaciones bancarias efectuadas nos dio un claro indicio de que los cambios en el régimen bancario suizo estaban teniendo los efectos deseados. Nos habíamos fiado del secreto bancario suizo, dijo Salinas con el abatimiento de quien suponía que iba a gozar de impunidad.
 
Nuestro cumplimiento del nuevo régimen bancario soliviantó a mucha gente en despachos con paneles de madera, clubes de campo y balnearios de lujo, gente que en su mayoría había luchado por mantener el statu quo y sus beneficios institucionales. Algunas voces críticas comenzaron a llamarme “Carla la roja”, o “la Rojilla” y al parecer un banquero me calificaba de “misil descontrolado”. Y una vez más, eso era una señal inequívoca: ladraban, luego cabalgábamos“.
 
(…)
 
“Sarajevo es una famosa ciudad mártir, ciudad de musulmanes, servios, croatas y miles y miles de personas nacidas de matrimonios mixtos, una ciudad de gentes que sobrellevaba las cicatrices de una guerra comenzada en marzo de 1992 para prolongarse luego durante casi cuatro años. Los acuerdos de paz de Dayton pusieron fin a los combates a finales de 1995. Al verano siguiente, las elecciones llevaron de nuevo al poder a nacionalistas musulmanes, serbios y croatas, incluidos muchos de quienes habían llevado al país a la guerra, y pusieron en sus manos el gobierno federal y los de otras dos entidades administrativas, la República Srpska, subdivisión nacional servia, y la Federación croata musulmana. Empecé a comprobar de primera mano algo de los absurdos de la Bosnia posterior a Dayton durante mis primeras reuniones en Sarajevo el lunes 1 de noviembre, tras una semana descansando en Lugano. Dos días más tarde me reunía con los miembros de la presidencia colegiada de Bosnia- Herzegovina (un musulmán, un serbio y un croata que insistieron en que se sirvieran tres clases distintas de café), en una sala del edificio de Presidencia del Gobierno en el centro de Sarajevo, la misma en que equipos de negociadores y diplomáticos habían tratado de detener los combates durante años. De golpe reconocí a un dirigente musulmán de Bosnia durante la guerra, Alija Izetbegovic, y recordé que había investigadores del tribunal examinando sus actividades en aquel período. Sus palabras de bienvenida fueron una sucinta repetición de lo del apoyo al Tribunal, por descontado, sin reservas ni límites. Luego le tocó al serbio, Zivko Radisic, quien cuestionaba el empleo por parte del tribunal de autos de procesamiento/ sumarios bajo secreto, o sellados (que tendrían inquietos, estaba claro, a quienes hubieran tomado parte en crímenes de guerra, forzados a preguntarse día y noche si de pronto llamarían a su puerta). Criticó Radisic asimismo la lentitud de procedimientos y juicios, que también yo encontraba molesta, y nos exhortó a investigar crímenes cometidos en Kosovo. Me preguntaba quién estaría detrás de Radisic:  ¿Milosevic, la acusada cabeza del estado? ¿Karadzic, el prófugo oculto? ¿Otros miembros de la mafia que había manejado el Partido Democrático Serbio de Karadzic?
 
El croata Ante Jelavic, ostentaba en aquel momento la presidencia de turno de Bosnia- Herzagovina, e incluso yo, la menos versada en asuntos de los Balcanes alrededor de aquella mesa, sabía que la éminence gris era en su caso el presidente de Croacia, Franjo Tudjman. Como me esperaba, Jelavic no hizo una declaración en nombre de Bosnia- Herzegovina, sino de los croatas de Bosnia, y como también me esperaba, prometió plena colaboración con el tribunal. Jelavic era la encarnación en persona de los problemas que yo afrontaba cuando iba a pedir a autoridades bosnias que colaboraran con investigaciones de la fiscalía. En el mismo momento en que yo estaba allí reunida con Jelavic mis analistas e investigadores recopilaban información para una posible acusación contra él. 
 
Fue coronel en la milicia croata de Bosnia conocida como Consejo de Defensa Croata, una filial del ejército de Croacia a la que Tudjman encargó expresamente agrandar su territorio en Bosnia- Herzegovina para engordar su Croacia independiente. Jelavic era también un corrupto. Nombrado consejero jefe del departamento de defensa del Consejo de Defensa Croata, fue acusado de enriquecerse con el puesto. Durante la guerra fue uno de los responsables de la pagaduría de la milicia croata de Bosnia, y ayudó a transferir fondos de las arcas del gobierno croata a cuentas bancarias del Consejo de Defensa Croata. Finalmente sería detenido, acusado de corrupción; hallado culpable y sentenciado a diez años de  cárcel, huyó a Croacia y desapareció de la faz de la tierra.
 
Jelavic se pasó diez minutos barajando bonitas palabras como “armonía”, “sociedad multiétnica”, “reconstrucción” y “reconciliación” hasta que fue al grano con los asuntos de la “comunidad” croata, palabra tendenciosa que refería a aquellos croatas de Herzegovina que desencadenaron la guerra contra los musulmanes de Bosnia en enero de 1993. Añadió que, según estimaciones de la C.I.A., el diez por ciento de los crímenes cometidos en Bosnia- Herzegovina lo fueron por croatas, pero los croatas detenidos en La Haya constituía el 50 por ciento del total, incluidos dos dirigentes del pueblo croata como Darío Kordic y  Tihomir Blaskic –acusados entre otras cosas de la matanza de familias musulmanas en un pueblo llamado Ahmici en abril de 1993- y el pueblo croata, prosiguió, se preguntaba por qué sólo Ahmici, por qué no otros lugares donde se cometieron crímenes contra croatas.
 
Esa clase de retórica, para la que los estadounidenses tienen un calificativo insuperable, siempre pone a prueba mi paciencia. Tras dar las gracias a los miembros a la presidencia, le dije a Jelavic que no se me pusiera a jugar con cifras. No había necesidad  de recordarles ni a él ni a los otros dos la obligación de Bosnia- Herzegovina de colaborar con el Tribunal, pero sí les recordé que en tanto el poder judicial de su país no se demostrara eficaz e independiente de influencias políticas sería indiscutible la primacía del tribunal a la hora de investigar y juzgar crímenes de guerra. “Estoy segura de que en el futuro trabajaremos conjuntamente con la judicatura local, pero aún no es el momento”, dije.
 
En calidad de presidente de turno, Jelavic cerraba la reunión. Presentí lo que iba a pasar: prometió que, por descontado, mejoraría la colaboración con el Tribunal; e insistió en que no había querido centrarse en las cifras, sino únicamente tratar de señalar que había una “paridad de responsabilidades”. Una inepta tentativa de salvar la cara, sabiendo como yo sabía que dirigentes serbios y croatas estaban haciendo cuanto podían para que dirigentes, diplomáticos y publicitas del extranjero creyeran que los dirigentes musulmanes eran tan responsables de la violencia como sus homólogos serbios o croatas. Como también sabía que dirigentes serbios y croatas de Bosnia andaban haciendo trabajo de zapa para interrumpir los trabajos del Tribunal; medios de comunicación, tanto serbios como croatas, se permitían emprenderla con el Tribunal distorsionando hechos y pintando a la institución como si fuera una encarnación del mal, mientras trataban a serbios y croatas acusados como si hubieran sido caballeros son tacha que ahora sufrían persecución.”
 
(…)
 
“Para el 16 de junio también había volado hasta La Haya Zoran Lilic, no para residir con Milosevic y los demás en el centro de detención sino para convertirse en el testigo interno de mayor rango. Lilic no aportó ninguna prueba flagrante de complicidad de Slobodan Milosevic en el genocidio; incluso anduvo compadreando con Milosevic durante el turno de preguntas de la defensa. Pero su testimonio, sobre todo a preguntas de la acusación, produjo un cambio cualitativo en todo el ámbito de las pruebas concluyentes. A juicio de los analistas de la fiscalía su testimonio demostraba que Milosevic desempeñaba el papel dominante en el Consejo Superior de Defensa, y lo vinculaba con la creación del mecanismo clandestino de pago a cientos de oficiales del ejército yugoslavo, entre ellos Ratko Mladic, que dirigieron las fuerzas armadas de los serbios en Croacia y Bosnia- Herzegovina. Lilic confirmó que los conocidos boinas rojas estaban insertos en la estructura del Ministerio del Interior de Belgrado, que su mando político lo ejercía Stansic, y que ésta trataba directamente con Milosevic. Su testimonio mostró que Belgrado y los serbios de Croacia y Bosnia- Herzegovina habían creado un consejo específico para coordinar “políticas de estado”; que figuras clave entre los serbios de Bosnia y Croacia, incluido Ratko Mladic, conferenciaban a menudo con Milosevic, y que el general Perisic lo hacía sobre cuestiones militares fuera del marco del Consejo Superior de Defensa. Pero más importantes y más dañinos para Milosevic fueron los documentos de ese Consejo que Lilic sacó a la luz, apenas una fracción de los que la fiscalía estaba tratando de conseguir del gobierno de Belgrado.
 
La lucha por obtenerlos todos continuó a puerta cerrada. El 5 de junio de 2003 la sala de primera instancia concedió medidas de protección y ordenó la entrega de los documentos. Por desgracia, de los argumentos legales y normas empleados en primera instancia y apelación me impiden aun hoy dar detalles de las mismas medidas aprobadas así como exigencias de confidencialidad. Puedo  decir no obstante que ni Geoffrey Nice ni yo, ni ningún otro miembro del equipo, creímos que fueran razonables las medidas solicitadas por el gobierno serbio, pues excedían de los “criterios de seguridad nacional” que contempla el artículo 54 bis. Vladimir Djeric, abogado de Svilanovic, reveló en declaraciones a la prensa que el gobierno las solicitó para salvaguardar “intereses nacionales” entendiendo incluido en ellos el resultado de las demandas planteadas ante el Tribunal Penal Internacional. El artículo 54 no ofrece tal género de protección. Que la cuestión fuera y volviera de la sala de primera instancia a la de apelaciones indica claramente que el ministerio fiscal encontró irrazonables  las medidas solicitadas y apeló. Aun tras el fallo de 5 de junio de la sala de primera instancia, la fiscalía empezó a recibir documentos solo intermitentemente, e incluso eso requería incesantes solicitudes a Belgrado.”
 
(…)
 
“En diciembre de 2004 Croacia parecía preparada para eliminar otro obstáculo de su camino. La Unión Europea anunció que abriría negociaciones de ingreso con el gobierno croata si Zagreb demostraba una plena colaboración con el Tribunal. En marzo, sin embargo, se pospuso el comienzo de las conversaciones porque Zagreb no había cumplido los requisitos previos. A lo largo de esos meses se sucedieron reuniones en Ginebra y París e informes y rumores sobre apariciones de Gotovina y citas entre él y agentes de la inteligencia francesa a la par que antiguos legionarios. En una reunión celebrada el 19 de abril de 2005 Sanader afirmó categóricamente que su gobierno estaba haciendo cuanto podía por detenerlo, y no para entrar en la Unión Europea, por supuesto, sino porque era su obligación nacional e internacional, “¿Cómo podemos avanzar en este asunto? –preguntó-. Queremos resolver esto de una vez; queremos a Gotovina en La Haya y que usted presente una valoración positiva. Estoy dispuesto a desarrollar un plan de acción para hacer lo máximo… he invertido todo mi capital político en la normalización de Croacia, y eso incluye el impero de la ley… Si supiera dónde está se lo entregaría de inmediato.”
 
“Yo no estoy tan segura, esto empezando a dudar de su voluntad política. ¿Qué ha hecho usted desde marzo?”, dije, y pasé a describirle cómo la persona responsable de informar al Tribunal sobre la colaboración de Croacia no tenía ni idea de qué se estaba haciendo.
 
“Está usted en lo cierto-convino Sander-. Estoy dispuesto a cambiar eso.”
 
“Perfecto, porque llevo esperando un informe desde el 10 de marzo”, dije y pasé a tratar el asunto de los franceses y los antiguos legionarios para preguntar qué estaban haciendo las autoridades croatas por romper la red de protección de Gotovina. Le conté que el agente francés de inteligencia a cargo del caso lo estaba protegiendo; yo había hablado con Chirac y le había explicado que era una persona demasiado cercana a Gotovina.
 
También le di una pista que apuntaba a que se estaba ocultando en monasterios franciscanos. “¿Qué se puede hacer con la Iglesia católica, los monasterios y los franciscanos?”, le pregunté. Sanader dijo que había hablado con las autoridades eclesiásticas de Croacia.
 
Pasamos entonces a cuestiones concretas de operaciones para localizarlo y detenerlo, y acabando ya la reunión Sanader me preguntó qué iba a decir en Luxemburgo al Consejo de Europa un mes más tarde; de ello dependían las aspiraciones de Croacia a entrar en Europa.
 
En mis observaciones a la Unión Europea una semana más tarde, el 26 de abril de 2005, dije que no había cambios en nuestra valoración de la incapacidad de Croacia para detener a Ante Gotovina, quien seguía en el país y de cuando en cuando pasaba a Bosnia- Herzegovina. En declaraciones a la prensa expliqué que había dado a Croacia detalles de las redes que lo protegían; había explicado a sus dirigentes que sólo informaría de plena colaboración por su parte cuando hubieran entregado a Gotovina a La Haya o señalado su paradero al Tribunal y que, a mi entender, el gobierno croata estaba dando largas mientras trataba convencer a Gotovina de que se entregase y ahorrarle así a Sanader las repercusiones políticas. Me equivocaba”.
 
Tomado de la Revista Elementos de Juicio. Temas constitucionales. Tomo número 13.
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